Wednesday, September 3, 2008

La corriente reclama su cauce





(Fotos Danielle Pascal)

Entre más recorría, y a más casas entraba, me estremecía ver la condición de destrucción en que quedaron muchos hogares luego del desborde del arroyo que cruza los departamentos donde vivo. La pesadilla acuática había comenzado cuando mi reloj marcaba las cuatro de la mañana y mi prometido dijo: “amor, tenemos que salir de aquí”.

Mis ojos no habían terminado de abrirse y mi incoherencia matutina aún me tenía pegada a las sábanas a pesar de semejante mensaje. Pero cuando me informó que el arroyo se había desbordado, fue motivo más que suficiente para dar un salto –con el cual hubiera marcado fácilmente un record en las olimpiadas- y asomarme a la ventana para ver personalmente lo que sucedía.

Al principio, no tomé la situación con mucha seriedad, el agua aún estaba baja y cuando la gente caminaba les llegaba hasta las rodillas. Es más, todo el cuadro me acordaba mis años de infancia, cuando el río Mapocho, (principal en Santiago), solía salirse de su caudal de cuando en cuando. Mis padres nos ponían botas de goma y un impermeable y nos sacaban a recorrer las calles inundadas que, a pesar de su evidente peligro, en mi mundo de niña era casi un episodio de película aventurera. Sin embargo, esta vez era drásticamente diferente.

Esta vez mi padre no estaba conmigo para tomarme en brazos o guiarme por donde tenía que pisar. Ahora era yo la que tenía que calmar a mi hijo y explicarle lo que estaba pasando. “Mami, tengo miedo”, me dijo. “Lo sé hijo”, repliqué yo, sin ser capaz de contarle una historia fantástica -de esas que nos cuentan cuando somos niños- para tapar las realidades.

Cuando me asomé otra vez al ventanal y vi un refrigerador y un bote de basura flotando en la mitad del parque interior, mi cara empezó a sudar y a “hiperventilarse”. Aún peor, los gritos de una mujer que nunca supe quien fue, elevaron a nivel rojo el estado de mi urgencia.

Intenté prender la luz para buscar ropa, pero ésta no funcionaba. Entonces ahí, en la completa oscuridad, falta de preparación, y utilizando la tenue luz de nuestros celulares, logramos sacar vestimenta para cumplir con nuestros trabajos al día siguiente.

Al salir del departamento, el agua había alcanzado más terreno. Mi novio se preocupaba por sacarnos, yo por nuestras cosas y mi hijo por sus juguetes y su “piggy bank” (el chanchito de ahorros).

A pesar de que la situación fue preocupante y realmente incómoda, nuestro hogar no tuvo ningún daño, sólo que la policía nos impidió entrar por tres días y tuvimos que pedir asilo a fuerza. Más tarde y más tranquila, cuando decidí mentalmente salir de mi propia experiencia y mirar alrededor, fue cuando comprendí la gravedad del asunto.

Mientras yo me quejaba de estar quedándome en otros sitios y teniendo que ir a comprar ropa, otras personas no tenían donde recostar sus cuerpos agotados ni dinero para comprar lo básico. Mientras yo dormía cómodamente en una buena cama, soñando con el arroz con coco de la abuela Fanny, otras personas tenían que recibir la ayuda financiera de la Cruz Roja, de alguna iglesia o escuela donde pasar las noches.

Fue ahí, cuando mi cara pudo caerse, con justa razón, de vergüenza y cuando decidí aceptar mi pecado individualista. Decenas de familias incluyendo muchos inmigrantes, rusos, hispanos, turcos y pakistaníes habían perdido absolutamente todo.

Sí, estos días aprendí que no sólo los hispanos tenemos el problema de la barrera lingüística, sino que muchos otros inmigrantes tienen que lidiar con el no poder comunicarse y sentir desesperación frente a sucesos de esta naturaleza.

Decidí entonces caminar mi barrio, fotografiar, retratar y contar las historias de los demás. Mi cámara y mi identificación del periódico fueron las aliadas para invitarme a entrar a los hogares reinados por una desolación inexplicable.

La humedad, la oscuridad y un olor indescriptible eran los nuevos moradores que se mezclaban con los rostros confundidos de muchos que sentados fuera de sus casas, como si quisieran resguardar lo ya perdido, y que no se inmutaban al verme entrar en lo que algún día fueron sus hogares.

Ahora yo de regreso en mi hogar, en el lugar donde sueño y amo, acepto con alegría mi suerte y pienso con tristeza en la desdicha de mis vecinos. En aquellas señoras turcas, vestidas con colores brillantes que se sentaban horas a pensar y a extrañar.

En aquel abuelo ruso que se dedicaba a caminar horas e intentar saludarme en ocho dialectos diferentes o a otros tantos que se sentaban a jugar ajedrez bajo un árbol. Todos ellos desaparecen de a poco de la fotografía que siempre quise sacar y que nunca me di el tiempo de tomar.

Ahora es muy tarde porque se han ido, porque el agua se llevó sus colores y sus idiomas cuando la corriente decidió volver a su naturaleza y dejar el silencio en estas calles.


*Para ver las fotografías de la inundación visite www.migenteweb.com (galería de fotos) *

1 comment:

ANDRESS VOX said...

Podemos ser devastados, por aviones, por gobiernos, por palabras… espero con preocupación que ahora el cause de las vidas que fueron afectadas y transformadas, vuelva a su normalidad.

Andrés Soto