Tuesday, March 18, 2008

El sendero de las lágrimas





El té de las cinco de la tarde con pan con palta (aguacate), al volver del colegio junto a la serie “Cine en su casa” eran infaltables para disfrutar especialmente de las películas de indios. No se si eran las trenzas, el color de su piel o la virilidad, pero siempre sentí una cierta atracción hacia ellos. Fue así, como en una de esas tardes, tuve mi primer conocimiento sobre los indios Cherokee de Carolina del Norte. Años más tarde, ya viviendo aquí, aprendí mucho más que las aventuras que mostraban mis películas de matiné y me preocupó algo más que mi simple fetiche juvenil. Hace unos 177 años un grupo de indios Cherokee se veían obligados a abandonar su tierra por mandato del gobierno de Estados Unidos. Aproximadamente 17 mil personas fueron sacadas de sus casas a punta de pistola y confinados en campamentos bajo la ley “Indian Removal Act” para confiscar las tierras al este del Mississippi y deportar a todos los indios que residieran en esos territorios. Los nativos recorrieron 1.285 kilómetros a pie hasta llegar a Oklahoma. En aquella marcha conocida como “El sendero de lágrimas” murió una, no despreciable cantidad, de 4.000 personas. Después de que conocí la triste historia de estos indios y pienso en ese sendero, dibujo en mi mente el camino que recorren millones de inmigrantes en todo el mundo cada día. Unos senderos más largos que otros, unos más dificultosos que otros pero al final de cuentas todas son caminatas que dejan huellas imborrables. Mirando las cosas desde un punto de vista global, debemos reconocer que la realidad del inmigrante, deportaciones, éxodos y todos sus sinónimos, no es una problemática ni reciente ni exclusiva de los hispanos en este país. Es un padecimiento a nivel mundial donde los expulsados y los que buscan sobrevivir pernoctan buscando una mano solidaria y algo de luz para volver a comenzar su historias. Como latinoamericanos en este país, no cabe duda que la imagen de los oficiales de inmigración, entrando en la madrugada a los hogares de los indocumentados, es perturbadora. También es incuestionable las amargas horas de espera e incertidumbre de los familiares a los que se les arrebata un ser querido en esas condiciones. Pero, ¿Qué diferencia puede existir entre un inmigrante hispano en Estados Unidos y un africano en las Islas Canarias, los haitianos en Republica Dominicana, los nicaragüenses en Costa Rica, los zimbabwenses en Botswana, los centroamericanos en México o los indios Cherokee en 1830? Yo no veo ninguna. Por lo contrario, creo que cada grupo que emigra o que es desplazado comparte la misma incertidumbre y el hecho de tener que lidiar con la discriminación y la desaprobación a donde quiera que llegue como destino. En general me parece que donde llegan inmigrantes se da una suerte de “pequeño apartheid”. Nos ha tocado vivir en una época muy conflictiva donde por alguna razón muchas personas están, literalmente, arrancando de sus países y los hispanoamericanos somos sólo una parte de esta movilización mundial. Precisamente en este mismo segundo que alguien duerme tranquilo, que yo escribo estas palabras y usted las lee, en algún punto del planeta existe alguien que lleva a cuestas sus sueños y esperanzas tratando de atravesar alguna frontera o recorriendo un sendero que dejará una historia que contar.