Wednesday, January 2, 2008



¡Paren el mundo que me quiero bajar!

Es una de las celebres frases de Mafalda, mi héroe de niñez, la incansable luchadora de los derechos humanos, la paz, la humanidad y gran pesimista sobre la situación del mundo. Seguido comparto su idea de bajarse del mundo, de este circo que nos ha tacado presenciar y el “atractivo” panorama que estamos formando para el futuro de nuestros hijos. Es que nos ha tocado presenciar de todo lo imaginable. Calentamiento global, Tsunamis, secuestros, asesinatos, deportaciones y éxodos. La matanza de mujeres, trata de niños, pederastas, sacerdotes violadores, pornografía infantil y sus patéticos seguidores, el sida. Cada día y respondiendo a mi trabajo reviso con recelo las noticias buscando alguna positiva dentro de todo lo negativo que sucede a diario. ¿Es que los medios sólo vemos y retratamos lo malo o realmente estamos al borde de la destrucción? De pequeña me atemorizaba cuando las señoras del barrio hablaban de la tercera guerra mundial, del fin del mundo. Hoy mis miedos nos pisan los zapatos, nos pasa la cuenta, nos recuerda que nuestra propia humanidad ha sido inhumana y la esperanza de futuro es un recurso que escasea. Como a muchas personas mi corazón se exaltó de tristeza e impotencia cuando supe del brutal asesinato de Benazir Buttho, la primera ex ministra de Pakistán, una mujer respetada por su pueblo que quería cambiar el rostro de su gente. Una mujer de coraje y valentía que se arriesgó a volver del exilio sabiendo que podía terminar en manos de un orate fundamentalista. Buttho es uno de los tantos líderes políticos que han sido asesinados en el intento de abrir los ojos y corazones de las personas, para entender de una vez por todas que todos y cada uno somos harina del mismo costal, que merecemos las mismas oportunidades y vivir con decencia. Que nadie debería caminar descalzo ni morir de hambre mientras otros en el mismo segundo se jactan de cuanto tienen y que dirían algo como “así es la vida”. Estos personajes son los que merecen respeto y reconocimiento por sus contribuciones con la gente y con la vida y no los payasos de siempre a los que se les premia su “contribución con la comunidad” y que aparecen en los periódicos con una amplia sonrisa y su diploma de juguete. Temo que nadie se preocupa por nadie porque cada uno se rasca con sus propias uñas para lograr sus metas y enriquecer su bolsillo. Temo tener tanto miedo y arrepentirme de querer traer al mundo a Kenai el hijo que todavía ni siquiera engendro pero que vive en mis sueños. Y así, dentro de mi negativismo con nuestra historia, aceptando mi imperfección y buscando en la inspiración de mi querida Mafalda trato de conciliar con la vida tratando de ver -y no mirar- lo que sucede a mi alrededor para no perder la esperanza de convertirme en alguien mejor y en poder ayudar a cambiar de alguna forma la vida de alguna persona menos afortunada que yo. Después de todo “Todo lo que se ha hecho en el mundo, se ha hecho con esperanza” y lo que se quiere lograr afuera se comienza por casa.

El hombre araña


Una de estas mañanas caminaba por entre los edificios de uno de los hospitales de la ciudad, cuando me dirigía a realizar mi otro trabajo: intérprete. Llevaba la típica cara de sueño de día lunes, pero con la constancia de saber que me gusta y disfruto lo que hago, una suerte de la que no todos gozan. Mientras cruzaba de un edificio a otro, a través de un pasillo hecho de ventanas y cuando pecaba de veleidosa al mirarme en el reflejo de los vidrios, lo vi. Divisé al mismísimo hombre araña en persona. En un segundo remplacé mi vanidad por este personaje, que había captado mi absoluta atención. Pero este héroe me parecía un poco diferente al que conocía de la pantalla grande. Si bien es cierto que ambos colgaban en las alturas, este no tenia traje azul y rojo, no tenia mascara, no era musculoso y definitivamente no lanzaba tela de arañas. Por lo contrario su cuerpo era famélico, vestía de azul oscuro, tenia gorra en vez de mascara y si estaba colgando, pero de dos cuerdas que estaban atadas a los costados de un tipo columpio donde no cabía nada mas que el y sus pensamientos. Este “Spider Man” era hispano y no salvaba vidas sino que trabajaba salvando a las ventanas del polvo y la suciedad. El héroe de mi hijo Amaru, de tantos niños y adultos era uno de los tantos trabajadores inmigrantes que eligen labores riesgosas y que comprometen su bienestar por ganarse el pan. Uno de muchos que tienen grandes posibilidades de lesionarse mientras labora y uno de tantos que tienen que lidiar con la negativa de algún jefe inescrupuloso que no quiera cubrir los gastos médicos en caso de accidente.Mientras su columpio se mecía de lado a lado debido al viento otoñal, repentinamente el hombre dejo de limpiar y se quedo abstraído mirando la ventana que tenia en frente. ¿En qué pensaría? Yo tenía tanta curiosidad que deje congelados mis pasos en aquel pasillo. No sé si recordaba a su familia, o en cómo llegó hasta este país o si simplemente estaba de fisgón, mirando las vidas ajenas que concurría dentro del edificio. De lo que estoy casi segura es que sentado en esa endeble sillita, aquel hombre no estaba de caprichoso. Dos días después de mi encuentro con aquel personaje, me encontraba manejando hacia “Mi Gente” cuando vi a otro hispano en plena calle Central con su boca muy acomodada en una tremenda “caguama” de cerveza con pie apoyado en el muro y todo. Por su parte, la policía por su parte a menos de 10 metros a la vuelta de la esquina no se había percatado del descarado paisano.Les aviso o no, pensaba yo mientras la posible escena de aquel hombre manejando y causando un accidente se me pasaba frente a los ojos.Pero mi disyuntiva murió ahí como muchas buenas intenciones cuando una amarga sensación en mi estomago aviso que me sentiría mal si lo reportaba y con la conciencia pesada y bastante molesta seguí mi camino. ¿Hice bien o mal? Mi propio juicio calaba más hondo en mí que la opinión de otros al respecto. Y ahí, cuando decidí sacarme la responsabilidad y me hice la loca con lo acontecido no podía dejar de pensar en mi encuentro fortuito con el hombre arana, que mientras se balanceaba arriesgando su vida sacando el polvo a los edificios, otros se dan el lujo de embriagarse a plena luz de día. Ahora que lo pienso mejor y se volviera estar al frente del “bebedor” tampoco lo acusaría pero le contaría sobre Edgar Moreno, ecuatoriano que murió al caer del piso 47 de un edificio en Manhattan la semana pasada y de su hermano Alcides, que lucha por su vida en un hospital local, mientras él con los pies sobre la tierra no hace más que ayudar a que la palabra hispano tenga otro significado, y no sea una alergia para este país.

¿Discriminador yo? ¡no quién dijo!


Crecí en un país donde el año el mi nacimiento todo remeció, cuando la historia de mi añorado Chile cambió significativamente. Crecí entre protestas, bombas lacrimógenas, militares con sus poderosas botas de punta de fierro que dejaban considerables moretones, toques de queda, desaparecidos, lágrimas, muchas lágrimas. Mis padres solían decirnos: “miren bien lo que sucede en su país”, yo por mi parte, abría bien los ojos para grabarme todo lo que pudiera, para no olvidar porque aunque el borrón y cuenta nueva cumple cierta función reconciliadora, en ocasiones olvidar nos quita un poco de humanidad. En “Mi Gente” hemos seguido la lucha inmigrante, del pueblo, de los que quieren ser algo y hacer historia, el hermano trabajador, el carpintero, el paletero, el obrero y el pintor. Todos nosotros, de alguna u otra manera, enfrentamos a diario el no ser rey en nuestro propio reino y esperamos que el Congreso de esta nación vuelque la mirada a nuestras actitudes positivas y nuestras necesidades y que no se nos recrimine por ser latinos o por hablar el idioma de Cervantes. Pero ¿De qué hablo? Por qué deberíamos recibir condescendencias y privilegios si nuestra cultura también discrimina a gran escala? Estamos llenos de prejuicios, de clases y subclases. Sí señores, nosotros los latinoamericanos enjuiciamos, miramos en menos, segregamos y aún así tenemos el descaro de exigir justicia. Patéticamente y sin reparos enjuiciamos al que no se vino en avión, al que no tiene pasaporte, al que es hispano de piel más oscura, al que es negro entero, al “mexicanito”, al que no habla inglés, al que no sabe escribir, a las mujeres que usan el pelo largo y parecen virgen de pueblo, a los que no tienen la misma religión, a los que van al Eastland Mall y no al South Park, a la madre soltera, al de los pelos parados y tiesos, al que dice “órale güey”, el que va al banco con la ropa manchada con pintura después de una jornada de trabajo, al afroamericano, al indio, al gringo. Pienso que todas las personas somos pequeños universos, tenemos la grandeza de ser diferentes incluso perteneciendo a una misma cultura. Mi hermana “La Negra” y yo, madres solteras y orgullosas, llevamos a nuestros traviesos hijos a una escuela de Charlotte donde la mayoría de su alumnado es hispano. Una de las madres le ofreció “ride” ya que vio a mi hermana, tomando el bus. Después de algunas conversaciones la mujer se enteró que “La Negra”, es mamá soltera, que no seguía ninguna religión y que su hijo no era bautizado. No faltó más información para que la amable mujer y otras madres que antes le hablaban le hicieran “la ley del hielo”, le cortaran el privilegio del aventón y actuaran como si nunca la hubieran conocido. ¿Qué provoca que una apacible dueña de casa cambie su forma de actuar de la noche a la mañana? Hablando de pecados, la ignorancia es el peor de ellos y aunque no conozco todos los pasajes de “La Biblia”, como otras personas que hacen uso de ellos para todo, incluso para engañar, sé y me consta que en ninguna parte Dios dice que está bien enjuiciar a las personas diferentes, a los que no comparten la religión y dogmas, a los que no piensan como uno, eso dejémoslo a los dictadores.