Tuesday, July 22, 2008

NO ME PEGUES AMOR


Qué testigo más honesto que el momento donde todo se congela por unos segundos y los labios aún húmedos por la tibieza de la sangre piden que no más.
“...Una vez más no por favor que estoy cansada y no puedo con el corazón, una vez más no mi amor por favor, no grites, que los niños duermen”…canta a todo pulmón la española Bebe en su canción donde retrata las historias femeninas de dolor y frustración ante la violencia de sus parejas. Esa súplica por erradicar ese cáncer que la mujer ha venido arrastrando como las leyendas, de generación en generación.
Esta peste no escatima edad, ni país o cultura. No es de pobres ni de ricos.
Por alguna razón y, desde que el mundo es mundo, ser mujer siempre ha tenido una connotación menguada.
Ya en la Grecia de Platón y Aristóteles las mujeres tenían el mismo estatus social que los esclavos, y aunque actualmente las cosas no son tan extremas, la violencia contra la mujer es tan común como lavarse los dientes.
¿Cómo podemos decir que vivimos en un mundo moderno si este tipo de atropellos en contra de las que hemos dado vida a todos los seres humanos aún sigue latente?
Para mi mala suerte he sido testigo de caras desfiguradas, moretones, narices rotas y familias destruidas. Cada uno de esas contusiones, plasmadas como una pieza de arte sin escrúpulos en la piel femenina, ha puesto a prueba mi profesionalismo cuando sirvo de intérprete.
Todos esos rostros esconden una historia de dolor y disimula los secretos oscuros de la personalidad humana, del que castiga y del que se deja castigar.
En el caso de la mujer inmigrante, muchas han arrastrado el problema desde sus países. Algunas piensan que una vez aquí las cosas serán diferentes, pero no es así. Sólo el escenario cambia para el deporte favorito de incontables “machos” que gozan ensuciándose las manos con la sangre de sus mujeres.
Incluso aquí, en la ciudad que nos acuna, las inmigrantes víctimas de violencia deben enfrentar, entre muchas cosas, la deportación de su amor propio, la exposición pública de sus vidas o, en el peor de los casos, el encuentro con el más allá antes de lo previsto.
La mujer golpeada no es otra cosa sino que el patetismo masculino. La cobardía del que no puede expresar su malestar sin ser iracundo. El peor ejemplo de “alter ego” tanto en la mujer como en el hombre.
Pero como las mujeres poseemos ese insólito sentimiento de protección no me extraño al escuchar las excusas de muchas para defender a sus castigadores.
“Lo amo, es el padre de mis hijos, no quiero que lo deporten por mi culpa”. O la peor, “me lo merecía. Yo lo hice enojar”, son frases que me sacan de quicio, pero son locuciones tan íntimas, que nadie tiene derecho a juzgar.
De hecho, en muchos de los casos, la mujer se siente enamorada de su golpeador y decide otorgarle incontables oportunidades para que cambie, sin saber que en esos minutos de bondad no hace otra cosa sino escribir su propia sentencia.
Con gran temor descubro que muchas, en algún momento de nuestras vidas, caemos en la autoflagelación, en la aceptación del castigo físico, emocional o en la subestimación.
El feminismo no es mi guía, pero si el derecho de ser mujer y no morir en el intento.
El derecho de ser remuneradas por igual, de decir nuestras opiniones sin ser tachadas de rebeldes o neuróticas, de disfrutar de nuestra sexualidad sin ser rotuladas de fáciles.
Señores aprendan, ya no estamos en la edad de piedra donde se le arrastraba a las mujeres por el pelo.
Hay un hecho que ninguna estadística puede negar y que no tengo que ir a revisar para estar en lo cierto: por cada abusador existe una mujer que le regaló la vida.
“...Una vez más no por favor que estoy cansada y no puedo con el corazón, una vez más no mi amor por favor, no grites, que los niños duermen”…